Diario las Américas Newspaper, May 2, 1954, Page 22

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en un mundo de aventuras UNA MILLA EN LAS ENTRANAS DE LA TIERRA Por TIBOR SEKEY = ae oe a ESPUES de dos horas de viaje en carro des- de la ciudad de Coban, en Guatemala, nos apeamos para dirigirnos hacia las Cuevas de Lanquin, bastante conocidas ya en Cen- troamérica, para que su nombre suene familiar, pero demasiado escondidas para que los turistas visiten este portento de la naturaleza. Atravesa- mos una regidn de vegetacion exuberante. De pronto, a través de la marafa, nos llega el ruido de un rio, que a los pocos minutos se nos pre- senta en la plenitud de su impetu. —Viene de las cuevas— nos dice nuestro guia Storek, un buen conocedor de la zona de las cavernas. Y al ascender unos metros mas, detras de unas rocas se abren ante nosotros las fauces de una enorme boca cuyo fondo se pierde en la os- curidad. Aparece un leve temblor en los labios de unos compaiieros, e inquietud en los ojos de otros. Asi me imagino a Dante parado frente a la entrada del infierno. Levanto la vista en bus- ca de un cartel que diga “;Abandonad toda es- peranza vosotros que entrais!”, como lo leyé el poeta florentino, pero sélo vislumbro la marana de la vegetacién serrana. Ya avanza la caravana precedida por un obrero con potente lampara, y cierra la marcha otro también con un foco de luz. Penetramos en una sala grande de paredes rocosas. Del techo sobresalen recas gigantescas sostenidas al parecer por columnas. Las sombras adquieren formas misteriosas. Todo el ambiente es pesado y en algunos espiritus repereute con angustia. —Dios mio— exclama una seforita— si todo esto se nos cae encima! —No se preocupe— trato de consolarla—. Hace millones de aos que existen estas cuevas y no creo que hayan esperado justamente nuestra Ilegada para derrumbarse. ;Somos muy impor- tantes, pero no tanto! Cruzamos la sala y subimos por una escale- ra de madera. Tras un corredor descendemos una senda arcillosa y resbaladiza. De pronto nos en- contramos en otro salon. Lo llaman Picota. Am- pulosas estalactitas cuelgan del cielorraso que se pierde en la penumbra, y del suelo se levantan estalagmitas de todos los tamanos. En el fondo de Ja cueva una laguna de aguas tranquilas en que anidan cangrejos blancos, que por la oscu- ridad han perdido la pigmentaciom. Pero nuestro Cicerone llama la atencién a una pefa hacia la derecha: Aqui, sobre esta plataforma hacen los indios anualmente los sacrificios a sus dioses, queman- do incienso, para pedirles buenas cosechas y otros favores. Los restos que encontramos alli, confirman lo dicho. Detras del altar un pequefo recinto ro- deado de columnas, parece un palco teatral. Tal vez sea de alli de donde los dioses indigenas asisten a las preces de sus adoradores. Hasta este lugar saben entrar los indios. Pe- To sus pensamientos penetran mucho mas lejos. Segin una leyenda, en que muchos aun creen, un cacique indio se refugiéd en esas cuevas ante los invasores espafioles, y alli vive todavia su descendencia, en una de las cuevas internas, a la espera del momento indicado para echar a log blancos y retomar el gobierno de sus tierras. La proxima sala es una de las mas bellas. De sus muros se desprenden numerosas columnas de formas diversas, en que la imaginacién encuen- tra animales y objetos a su.antojo. Algunas for- maciones parecen inmensas flores cuyos pétalos color ambar se cihen suavemente en pimpollos semiabiertos. Hojas extrafas celgan a su lado que al ser tocadas resuenan con un eco cristalino, Pe« ro lo mas sobresaliente es Ja columna central de 20 metros de altura, tallada impecablemente por la insuperable mano del Gran Arquitecto. Subimos otra graderia y nos dejamos tragar por un agujero negro en un paredon. Entramos en la Sala de las Cortinas. Sus paredes estan cu- biertas de cortinajes pesados de brocado gris y de terciopelo blanco que caen majestuosamente hacia la profundidad. Las sombras simulan. brisas que mueven las cortinas. Pero aqui jamas penetré la brisa, y los pétreos cortinajes permaneceran in- moviles por muchos milenios mas. El proximo re- cinto es el “Antro de los murciélagos”. Su fon- do esta a muchos métros bajo nuestros pies, cu- bierto de guano, y su techo est4 fuera del aleance de nuestros poderosos focos de luz. Miles de mur- ciélagos revoletean por el aire haciendo sus gra- cias, y otros tantos permanecen colgados de lag patas por doquier. Con facilidad cogemos algunos y constatamos que la naturaleza ha privado de ojos a estos seres que por vivir en eterna oscuri- dad, no los necesitan. En otra cueva nos encontramos con un rio subterraneo, saliendo bajo una rica y precipitan- dose en un tunel con gran impetu. Lo contemplo un momento y me acuerdo del Stix, rio subterra- neo de la mitologia griega, que separaba la vida de la muerte. La caravana prosigue, pero yo moe quedo esperando un‘ rato ante el rio: en cual- quier momento podria surgir el fletero Jaron con su bote transportando las almas al otro mundo. Y yo quiero presenciar el momento, Por una entrada redonda adornada de mil fiechos y cordones de piedras entramos a lo que podriamos llamar la “Salita de los Encajes”, ya que en ella las habiles manos del tiempo han tejido infinidad de puntillas rosadas y blanque- cinas. Cerca de esta salita hay una inscripcién que dice: “Lupita—1897”, No sabemos quién podia ser la brava Lupita que hace mas de medio siglo penetré a estas profundidas, pero en estos tres renglones le rindo mi homenaje de admiracién. Mas alla algunos huesos humanos muestran que la oscuridad ya se ha tragado a mas de un ex- plorador curioso, al perder la orientacién o al aca- barsele la antorcha. Por un desvio llegamos a la “Tesoreria”, cu- yas paredes y techo, estalactitas y estalagmitas estan revestidos de un terciopelo ocre claro, con miles de incrustaciones de brillantes de fantasia que relumbran como una pagina de un cuento de hadas. : De ahi emprendemos la retirada. Cansados, mojados y sucios, pero felices y llenos de im- presiones nuevas y maravillosas que dejaron es- tampadas -en nuestros espiritus las Cuevas de Lanquin. : ‘QUUINCD. 2 DS MAYO DE1954 _.—

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