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Viernes 10 de Agosto de 1956. Semblanzas Sociales Don Vidal Rivera Sr. y su Gentil Señora Estelita Aragon de El paraíso en la tierra, está en la salud del cuerpo, en el buen co- razón de una mujer y, en la ternu- ra de los hijos; pero, todas esas gracias provienen de Dios y hay que merecerlas. La felicidad es el placer compartido con otro. Piropos Criollos Como no soy tan mansito no bajo al agua de día, prefiero caer de noche, ¡en tus brazos, vida mía! Me trepé al cerro más alto y ví que los gavilanes, * nunca mandan, quienes mandan, son las naguas con olanes. Quisiera ser perla fina de tus preciosos aretes, pa' morderte la orejita y besarte los cachetes. Quisiera que me metieran a dormir sobre tu busto, aunque me apretaras muclo, moriría con mucho gusto. Si en un nicho de cristal siguiéramos como vamos, pobre del mentado nicho, muy prontito lo quebramos. Anoche fuí por tu casa y te silbé muy gorjeado, ¡pero tú vales naranjas, tienes el sueño pesado! De las barbas de tu nuca quiero hacer un estropajo, para lavar tu conciencia por arriba y por abajo. No soporto que de día me hagas ojos y señas, y luego salgas con qué: ¡toda la noche me sueñas! Cuando bebo mi tequila veo las cosas al revés; pero a tí siempre te veo el “coco” sobre los piés. Porque soy pájaro verde en la sombra me detengo, la palabra que me diste en el corazón la tengo. Dicen que los aeroplanos tienen las alas muy duras, y que por eso dominan tan elevadas alturas. Dicen también que tu tienes una notable dureza, y yo de tanto pensarlo tengo dolor de cabeza! , Sábelo bien que no quiero que tú subas a las nubes, porque de tan alto sí, que mis flaquezas descubres. Vale más que te la pases camellando muy parejo, así puedo soportarte que frunzas el entresejo. En el jardín de Cupido me puse a cortar rosales, y tu madre me arregló las peras a cuatro reales. Perdóname cariñito, lo paseador que he sido, si no fueras tan bonita yo no sería tu marido. Me gustas porque te aguantas, hambres miserias y tundas, en tanto que yo vacilo con las chavalas jocundas. Qué lindo es tener amores con un mango como tú, parece que voy volando y que soy pájaro cú. Me gustas porque trabajas y me traés lo que ganas, yo te digo que te adoro y te vuelas con mis lanas. Ya con esta me despido lectores de nuestro SOL, para seguir mis piropos necesito del sotol. Luceros canción y Luna son flores de serenata, el sueño de toda novia que (pudorosa recata. ¡Viva nuestra gente buena, el pueblo trabajador, y las muchachas morenas, ¡que son la miel del amor! SS YT TITS TAR 32 TA Pagina de Sociedad FAMILIA RIVERA: (Arriba): Don Vidal Rivera Sr. y su esposa Estelita de Rivera en el día de su matrimonio. — (Abajo, izquierda) parados: se- ñorita Shirley Rivera, Sra. Estela de Rivera, Sr. Vidal Rivera y ni- ña Juanita Rivera. Sentados: Sr. Vidal Rivera, Jr., Sra. Berta Za- zueta de Rivera, Sra. Teresita Rivera de Haro, Sr. Humbkerto Haro, y el hijito de los esposos Haro, niño Marco Antonio Haro. — (Abajo, derecha), Sra. Estela de Rivera, Sr. Vidal Rivera y su nieto, niño Marco Antonio Haro. “EL SOL”, SEMANARIO POPULAR INDEPENDIENTE LA AL LS DO LO E AE E LI LDL LA Quien no estima lo que tiene co- mo la riqueza más grande, es des- dichado aunque sea el dueño del mundo. La felicidad no se com- pra, no es mercancía, es un don del cielo. El placer es ilusión, pero la felicidad descansa sólo sobre la VERDAD! Estamos en los primeros días de agosto, la tierra encendida responde al sol reververando el océano de luz que la inunda; el interior del carro encierra uno como vapor seco de baño turco abierto a toda temperatura, el pestillo de las puertas del coche nos quema las manos; sin em- bargo, la vegetación es exhube- rante, los prados con su verdura intensa, contrastan la claridad solar, ardorosa y espléndida; las rosas de los jardines y las flo- recidas azucenas, ofrecen el in- En Donde Esta el Amor, Alli Esta Dios BELLISIMO CUENTO DE LEON TOLSTOI. Vivía en la ciudad un zapate- ro llamado Martín Avdieitch, que habitaba en un sótano, una pieza alumbrada ¡por una ven- tana. Esta ventana daba a la calle, y por ella se veía pasar la gente; y aunque sólo se dis- tinguian los pies de los transe- untes, Martín conocía por el cal- zado a cuantos cruzaban por alí. Viejo y acreditado en su oficio, era raro que hubiese en la ciu- dad un ¡par de zapatos que no pasara una o dos veces por su casa, ya para remendarlos con disimuladas piezas, ya para po- nerles medias suelas o nuevos tubos. Por esa razón veía con mucha frecuencia, a través de una ventana, la obra de sus ma- nos. Martín tenía siempre encargos de sobra, porque trabajaba con limpieza, sus materiales eran buenos, no llevaba caro y en- tregaba la labor confiada a su habilidad el día convenido. Por esa razón era estimado de todos y jamás faltó el trabajo en su taller. En todas las ocasiones demos- tró Martín ser un buen hombre; pero al acercarse a la vejez, co- menzó a pensar más que nunca en su alma y en aproximarse a Dios. Cuando aún trabajaba en casa de un patrón, murió su es- posa dejándole un hijo de tres años. De los que antes Dios le enviara, todos habían muerto. Al verse solo con su hijito pensó de pronto en enviarlo al campo a casa de su hermano, pero se dijo: —Va a serle muy duro a mi Kapitochka vivir entre extraños; así pues, quedará conmigo. Y Avdieitch se despidió de su patrón y se estableció por su cu- enta, teniendo consigo a su pe- queñuelo. Pero Dios no bendijo en sus hijos a Martín, y cuando el último comenzaba a crecer y a ayudar a su padre, cayó en- fermo y al cabo de una semana sucumbió. Martín enterró a su hijo, y aquella pérdida tan hondo la- bró, en su corazón, que llegó a murmurar de la justicia divina. Se sentía tan desgraciado que con frecuencia pedía al Señor que le quitase la vida, repro- chándole no haberle llevado a él, que era viejo, en lugar. de su hijo único tan adorado. Has- ta cesó de frecuentar la iglesia. Pero he aquí que un día de la Pascua de Pentecostés, llegó a casa de Avdieitch, un paisano suyo, que desde hacía ocho a- ños recorría el mundo como pe- regrino. Hablaron, y Martín se quejó amargamente de sus des- gracias. —He perdido hasta el deseo de vivir, decía; sólo pido la muerte, y es todo lo que implo- ro de Dios, porque no tengo ilu- sión alguna en la vida. El viejo le responodió: —Haces mal de hablar de esa manera, Martín. No debe el hom- bre juzgar lo que Dios ha hecho, porque sus móviles están muy por encima de nuestra inteligen- cia. El ha decidido que tu hijo muriese y que tú vivas, luego así debe ser, y tu desesperación viene de que quieres vivir para tí, para tu propia felicidad. —¿Y para qué se vive, sino para eso?, preguntó Avdieitch. —Hay que vivir por Dios y para Dios, repuso el viejo. El es quien dá la vida y para EL de- bes vivir. Cuando comiences a vivir para EL, no tendrás penas y todo lo sufrirás pacientemente. Martín guardó silencio un ins- tante, y después replicó: —¿Y cómo se vive para Dios? ——Cristo lo ha dicho. ¿Sabes leer? Pues compra el Evangelio y allí lo aprenderás. Ya verás como en el libro santo encuen- tras respuesta a todo cuanto preguntes. Estas palabras hallaron eco en el corazón de Martín, quien fue aquel mismo día a comprar un Nuevo Testamento, impreso en gruesos caracteres y se puso a leerlo. El zapatero se proponía leer sólo en los días festivos; pero una vez que hubo comenzado, | sintió en el alma tal consuelo, que adquirió la costumbre de leer todos los días algunas pá- ginas. A veces se enfrascaba de tal modo en la lectura, que se consumía todo el petróleo de la lámpara sin que se decidiera a dejar el libro santo de la mano. Así, pues, leía en él todas las noches; y cuanto más avanzaba en la lectura, más clara cuenta se daba de lo que Dios quería de él y como hay que vivir para Dios, y con ello iba penetrando dulcemente la alegría en su al- ma. Antes, cuando se iba a acostar, suspiraba y gemía evocando el recuerdo de su hijo; ahora se contentaba coon decir: —¡Gloria a tí! ¡Gloria a Ti, Señor! Esa ha sido Tu voluntad. kDesde entonces la vida de Avdieitch cambió por completo. Antes se le ocurría en los días de fiesta, entrar en el traktir (especie de café-taberna) a be- ber té y a veces un vaso de vod- ka. En otras ocasiones comen- zaba a beber con un amigo lle- |' gando a salir del traktil, no e- brio, pero sí un poco alegre, lo que le movía a decir simplezas y hasta a insultar a los que ha- llaba en su camino. Todo esto desapareció. Su vi- da se deslizaba actualmente a- pacible y dichosa. Con las pri- meras luces del alba se ponía al trabajo, y terminada su ta- rea, descolgaba su lámpara, la ponía sobre la mesa y, sacando el librito del estante, lo abría y comenzaba a leer, y cuanto más leía más iba comprendien- do, y una dulce serenidad inva- día poco a poco su alma. Una vez le ocurrió que estuvo leyendo hasta más tarde que de costumbre. Había llegado al E- vangelio de San Lucas y vió en el capítulo VI los versículos si- guientes: “Al que te pegue en una me- jilla preséntale también la otra, y si alguno te quita la capa no le impidas que tome también la túnica de abajo”. “Dá a todos lo que te pidan, y si alguno te quita lo que te pertenece, no se lo exijas”. “Lo que querais que os ha- gan los demás, hacédselo a ellos vosotros”. Después leyó los versículos en que el Señor dice: “¿Por qué me llamais: ¡Señor! y no hacéis lo que yo os digo?” “Yo os mostraré a quién se pa- rece todo aquel que viene a mí, y que escucha mis palabras y (Pasa a la página 4) R Cada uno es artífice de su ven- tura, mas lo esencial para la feli- cidad es: tener el corazón lleno de algo noble, aunque sea el dolor, porque éste, no cuando se pade": ce, pero sí cuando se sufre, nos acerca a Dios! El que desdeña las amarguras es dichoso y con ello hace la feli- cidad de quienes le rodean. El pa: dre abnegado que se da todo a los hijos, les hace tán felices, que hasta en casos de humano extra- vío, siempre ocurre una reacción de arrepentimiento y retornan los cachorros a la virtud. cienso de sus más delicados per- fumes; bandadas de pajarillos en bullicio, cantan trinos diver- sos y preciosos. ¡Cuánto amor y cuanta poesía se encierra en los misterios del veraniego ambien- te que envuelve la vida de esta bellísima ciudad! Vamos a la casa de la familia de don Vidal Rivera Sr., situada en 416 al Norte de la Avenida 13, en donde ya nos esperan, somos recibidos con la natural gentile- za y proverbial cortesía de !a se- fora Estela de Rivera, quien si- empre nos ha dispensado una bondadosa estimación que pro- fundamente reconocemos, por la sinceridad que su fina actitud de- nota. Tenemos el placer de saludar a don Vidal, a su finísimo hijo Vidal Jr. y a su bellísima espo- sa Berta, así como a Teresita y a su caballeroso esposo y, a las dos chiquitas de la casa, precio- sísimas: Anita y Juanita, de quie nes adelante haremos alusión. La casa de los Rivera es un hogar lleno de alegría, no sólo advertimos esa conformidad cris- tiana manifesta en quienes sa- ben llevar la vida buscando, paz; se denota allí felicidad, ventura, dicha; algo más que conformi- dad, parece que la dulzura del amor y la paz de Dios ha pren- dido la sonrisa jubilosa y la re- gocijante alegría de la vida, en el corazón de todos los morado- res de la casa, cuya ¡felicidad no se oculta, antes se denota con natural sencillez, propia de las almas buenas, de la gente sin- cera, de los buenos cristianos. Don Vidal Rivera nos dice que dá infinitas gracias a Dios por- que lo ha hecho feliz, no sólo a él, sino también a los suyos. Nos contagia el sano y pru- dente optimismo del Sr. Rivera, nos hace recordar uno de los be- Mísimos cuentos del Maestro Ra- bindrant Tagore, cuyo personaje central es el rey de la India, quien cierta vez se encontraba enfermo, en tal grado, que lan- guidecía a la vista, y casi, casi, cada día llegaba a trance de muerte. Sus padres, sus herma- nos, sus ministros, sus próceres, sus cortesanos, clamaban a to- dos los médicos del reino y de los reinos circunvecinos, sin ha- llar jamás quien acertase con aquella extrañísima enfermedad de languidez y desmayo, no obstante las continuas consul- tas y las sapientísimas diserta- cioens. Al fin, supieron que le- jos, muy lejos, se encontraba un médico sabio, muy sabio, man- daron por él a toda prisa y lo trajeron al cabo con todo cuí- dado. El médico miró la lengua del enfermo, le tomó el pulso, le palpó el cuerpo, observó to- dos los fenómenos de su vida y todas las funciones de su orga- nismo; llegando por último, a decir, que para aquella extraña enfermedad sólo existía un re- medio posible, a saber: que el rey se pusiera por la noche la camisa del hombre feliz. Oir es- to y buscar por todas partes el precioso remedio, fue cosa de un abrir y cerrar de ojos. Soldados, ciudadanos, embajadores, prego- neros, comisarios de toda clase y categoría, corrieron desaiados en busca del hombre feliz que a toda costa necesitaban. Anun- cio por aquí pregones por allá, reclamos de este lado, ofertas del otro, y no parecía un hom- bre feliz por ninguna parte. Ya las esperanzas se agotaban, y el pobre enfermo se moría. De- sesperando de encontrar decha- do tan raro en las ciudades, de- cidieron correr por los campos donde habita toda tranquilidad y donde se allega fácilmente este reposo tan fácil de confun- dir con la ventura. Nada, nada, nada. Cierta noche corría por las orillas del Ganges uno de los comisarios, gozándose en el seno de aquella hermosísima y exhuberante naturaleza, extra- fado de que ni por allí no rei- nase la felicidad. El río repetía las infinitas bellezas del cielo; exhalaban los bosques embria- gadoras esencias, y lucían ¡en tanto número las luciérnagas a- ladas, que semejaban un dilu- vio de estrellas. Y, tanta vida, tan exhuberante, tan prodigiosa, no preduciía ninguna felicidad, ninguna en el mundo, ni siquie- ra una apariencia engañosa. Di- rijíase ya a la ciudad el emi- sario, caballero en su jaca, mal- diciendo de su mala estrella, llorando la suerte de su patria, destinada a verse tan pronto pri- vada de aquel rey sin rival en la tierra, cuando oye una voz que decía: ¡Cuán feliz soy! — Al momento de oir esto, se ex- alta de alegría, gira a todas partes como arrebatado por una tromba, se orienta con cuidado, se endereza al sitio de donde partía la voz, y da con una ca- baña bajo cuyos juncos se en- contraba un penitente perdido en sus místicas contemplacio- nes y en sus éxtasis religiosos. —¿Es usted feliz? —le pregun- tó para cerciorarse de tanta ven- tura. —Completamente feliz, fe- liz, feliz en absoluto señor. ¡En- tonces, pronto, pronto, deme us- ted su camisa! ¡Ay!, el hombre no tenía camisa. A Desventurado rey de la India, el único ser que era feliz en esa inmensa nación, no tenía camisa. Nosotros sin quererlo, hemos encontrado a un caballe- ro FELIZ y, no sólo él, que tam- bién lo es su muy apreciable familia; y conste que nuestro gran amigo el Sr. Rivera se mos- tró a nosotros no sólo con una buena camisa, sino mostrando también el arma que ha usado para conseguir su felicidad: es- to es, su dedicación completa a conseguir la felicidad posible para sus seres queridos, con sus finezas y con su buen carácter, con el cariño que merecen los hijos a quienes tanto él como su finísima señora, quieren tan- to, que sólo piensan en servir- los, en educarlos, en hacerles agradable la vida, ahora que están a su lado. El Sr. Rivera, si ha tenido penas, las ha sa- bido ocultar para no inferir pa- decimientos a sus niños, no los ha puesto a trabajar buscando en ellos ayuda, les ha dado, a- liento para que se dediquen al estudio y todo, todo cuanto le ha sido posible, para que sean fe- lices; en esa felicidad de los hijos ha encontrado la dicha de su esposa y, de la ventura de (Pasa a la página 4)