El Sol Newspaper, August 5, 1955, Page 3

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Viernes 5 de Agosto de 1955 ” VALLEY NATIONAL Solicita Cordialmente Su Patrocinio HAGA DE ESTE BANCO SU BANCO O o DEPOSI" A z O SANTOS DE BULTO o e LIBROS DE OIR MISA O ORACIONES DE TODAS CLASES O ESTAMPAS — ROSARIOS Los Encuentra usted, a muy bajo Precio, en: + EL:30L 62 SUR CALLE TERCERA PHOENIX, ARIZ. (Entre Washington y Jefferson) FABRICA DE COLCHONES PHOENIX: Nosotros somos los únicos manufactureros de Colchones. Este lugar es propiedad de un mexicano, y está operando para el servicio de mexicanos. Donde su Crédito es siempre Bueno! RAY LEYVAS les tiene Confianza! BAY les dá los más grandes valores por el mínimo de Dinero! Su Crédito es Bueno! Fabrica de Colchones Llámele a RAY ahora! RAY LEYVAS, Prop. e Hacemos colchones nuevos e Colchones con el “spring” por dentro e Colchones viejjs renovados por expertos NUESTRA MAQUINARIA ES NUEVA Y MODERNA, DE LO MEJOR! Todo nuestro trabajo es garantizado, contamos con 32 años de experiencia. 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Dió un puñetazo en la almo- hada y luego se apoyó en el co- | do para poder mirar a Joe. Este abrió los ojos. Eran unos ojoc castaños. Todavía adormilados, pero que adquirieron un brillo| repentino cuando la atrajo hacia sí y le dió un beso en la punta de la nariz. En otros tiempos a- quello pudo ser el comienzo de| un día maravilloso, pues el do- mingo era el único día de la se- mana que podían estar juntos. Ahora el día de descanso se ha- bía transformado en un molesto | recordatorio de que era necesa- rio preparar un copioso almuer- zo para la una, de que un viejo de manos temblorosas ocuparía | la cabecera para servir los pla- | tos y manchar con salsa el in-| maculado mantel. Fué idea de Joe pedirle a su padre que sirviera la comida en los almuerzos de los domingos. La cosa empezó el domingo que Joe dijo: — Aa mamá siempre le gustaba que fuese él quien distribuyera la comida. Ahora; que ella falta, seguir haciéndolo contribuirá a llenar el vacío que debe sentir el pobre viejo. En aquel momento Mary Ann no se dió cuenta de que la co- mida dominguera iba a resultar una reunión agradable para to- dos, excepto para ella. Ahora, hasta los mellizos de seis años Hamaban al domingo “el día del abuelito Pete”. —¿Qué te pasa? — le pregun- tó Joe tirándole del revuelto ca- bello rubio. —Nada — repuso ella apar- tando el rostro. —;¡Mary Ann! — exclamó Joe con ansiedad. — ¿Te ocurre al- go, querida? Ella se sentó en la cama y ex- celamó con firmeza: —¡Ya estoy aburrida! Me en- ferma que tu padre venga a co- mer todos los domingos . . . pa- do... — se interrumpió al ver el rostro asombrado de Joe. Este dijo, tratando de suavi- zar la vez todo lo posible: ——Creí que podrías dedicar un día a la semana, fíjate bien, un| solo día, a ser bondadosa con un anciano solitario. Tienes todo-el tiempo restante para hacer lo que te agrade. —¡Para hacer lo que me a- grade! — gritó furiosa. — Estoy atada con los niños, cocinando, lavando. ¡Quiero que los domin- gos vuelvan a ser como antes! —Está bien — dijo Joe seca- mente. — le diré que su presen- cia ya no es grata en esta casa. | Ella se llevó las manos a la| cabeza. — ¡No! No se trata de e- Entonces vió a los mellizos en la puerta. Billy, de cabello rubio despeinado, y Johnny, de pelo negro cortado al rape, que la miraba ceñudo. —Eres mala — dijo Billy. — No quieres al abuelito Pete. — Hoy es el día del abuelito Pete y quieres echarlo a perder — a- gregó Johnny. Joe saltó de la cama y orde- nó con energía: —¡Vamos, chicos, fuera de a- quí! Vayan a prepararse para la escuela dominical. Mary Ann se vistió con la ro- pa para andar por casa y fué a la cocina. Puso la mesa con el juego de porcelana que le había regalado el abuelo Pete. Era her- moso. Au dárselo le había di- cho: — Tómalo muchacha, es de- masiado lujoso para mí. — le ha- bía dado montones de cosas: platería, mantelería, un hermo- so collar de cuentas de cristal, muy antiguo. “Pero”, pensó con amargura, “no quiero verlo por aquí los domingos. Seré una de- sagradecida, pero....”. las doce y cuarenta Mary Ann puso los bollos en el horno. Los gemelos pasaron a su lado, a la carrera, rumbo al comedor. —Me sentaré a este lado del abuelito Pete — gritó Billy. —No. ¡Ese lugar es mío! — protestó Johnny. Se oyó el ruido de un breve pugilato y luego el estruendo de vidrios que se rompían. —¡Chicos! — Mary Ann corrió al comedor y se agachó para re- coger los pedazos de vidrio. — ¡Oh! — sus labios dejaron esca- par un grito ahogado de dolor. Se había hecho una herida en el dedo, de la que manaba bastan- te sangre. Joe corrió inmediata- mente a su lado, le envolvió el dedo en un pañuelo y la arras- tró al cuarto de baño. Mary Ann se acercó a él al sentir el ardor del desinfectante. Tenía deseos de apretarse más, de hundir la cara en el ancho pecho de él. Luego dijo en tono de disculpa: — Perdóname, Joe. Es que, como te quiero tanto, de- seo tener este único día para no- sotros dos solos. —Está bien... está bien... — mo podía reaccionar tan odio-| sarme toda la mañana cocinan- |* DOMINGO AMARGO Idijo él, y con mano insegura le larregló el cuello de la blusa. Ella empezó a temblar. Había estado en brazos de Joe y aque- llo bastaba para enderezar, en cierto modo, aquel aciago día que empezó tan mal. Los mellizos empezaron a gri- tar: Fueron al living. Mary Ann vió por la ventana, cómo el a- buelo Pete se acercaba lenta- mente, caminando medio encor- vado, con el arrugado rostro im- pasible y los nudosos dedos a- pretando el bastón. Una vez Joe se ofreció para ir a buscarlo en el coche, pero el anciano conte- tó: — El hombre debe caminar mientras pueda. La voz de Joe sonaba a insin- ceridad cuando al abrir la puer- ta decía: — Hola, papá. Da gus- to verte tan valiente, Ya he vis- to que tu equipo de baseball ha mejorado. Parece que los mu- chachos van entrando en calor. El abuelo Pete se quitó el som- brero y se pasó los dedos por el cabello blanco y fino. Los geme- rrándose una pierna cada u n o empezaron a gritar: —¡En cuanto terminemos de comer vamos a jugar! ¿verdad abuelito? Los ojos claros y azules del anciano se fijaron en Mary Ann. —Hola, muchacha. ¿Como te va? Ella sintió un dolor en la gar- ganta. Era tan bondadosa la mi- rada del anciano. —Bien — repuso. — Vamos a la mesa. Ya está todo listo. El abuelo se dirigió a la cabe- cera de la mesa. Mary Ann se sentó, desdobló la servilleta y dijo: —Hoy te toca a ti decir la o- ración de gracias, Billy. Maryn Ann, mientras inclina- ba la cabeza, vió a Johnny aga- rar un bolillo y le dió un sono- ro golpe en la mano. —¡Eres mala! — gritó el chi- co. — Has sido mala todo el día. Estás enojada porque no quie- res que venga el abuelito Pete y te desquitas conmigo. Se produjo un silencio agobia- dor. Mary Ann clavó los ojos en el suelo. El abuelo se levantó de la mesa. —Papá — dijo Joe con voz con- movida. — Un momento, papá, ¿a dónde vas? —A casa — repuso el anciano, y abandonó el comedor. Los mellizos comenzaron a llo- rar. Joe continuó sentado, en si- lencio. Mary Ann fué al dormi- torio y se encerró con llave. A- pretó los párpados para conte- ner las lágrimas y la única i- magen que acudía a su mente era la alta e inclinada figura del anciano, levantándose y sa- liendo de la casa .. . Alejándo- se de su vida. Ahora tendría de nuevo los domingos, pero no los quería de aquella manera . . con los muchachos disgustados, Joe herido y el abuelo Pete ene- mistado. Esto era terrible, infi- nitamente peor que los habitua- les almuerzos domingueros. Oyó como Joe trataba de cal- mar a los niños. —Terminen de comer y luego los llevaré al parque. —¡Ahí viene el abuelito Pete! | los corrieron hacia él y. aga-| .|personas de edad. O no las tie- En cuanto se fueron Mary Ann |se lavó el rostro acalorado, se ¡empolvó y se dirigió a casa del abuelo Pete. Se acercó a la puer- ¡ta trasera y permaneció indeci- jsa.. Oyó un ruido extraño den- tro de la casa. Alguien estaba tatareando. Entró y se detuvo sorprendi- da. El abuelo Pete estaba co- miendo un sandwich en la me- sa de la cocina. —Abuelo Pete.... yo... — sen- tía los labios rígidos y le costa- ba trabajo hablar. ¿Qué puede uno decir después de haber o- fendido a un ser amado? ¿Cómo es posible volver a restaurar el cariño y la intimidad una vez rotos? —Siéntate — dijo, amable, el anciano. — Toma una taza de café. Mary Ann respiró profunda- mente, y comenzó a decir: —No es que no lo quiera, a- buelo. Lo que pasa.... El abuelo movió la cabeza dándole a entender que compren día. Luego dijo: — Estoy muy contento de que hoy las cosas| fueran así. Mira, Mary Ann. No me importa jugar de vez en cuendo con tus hijos, pero me estaba resultando bastante te- dioso tener que hacerlo todos los domingos. También encuentro* cansado ese afán de Joe de ha- blarme de los resultados del ba- seball, como si yo no pudiera leer los diarios. | 1 ARY Ann lo miró asombrada. Luego sonrió, y dijo: —Debió decírmelo, abuelo. No tenía por qué sacrificarse así. El se encogió de hombros y explicó: —El primer domingo me pa- Ireció que iba a ser algo que no tendría que hacer salvo cuando [tuviera gana. Después, cuando ¡me invitabais, no quería heriros ¡con una negativa. Según pasa- lba el tiempo más difícil me re- i¡sultaba hablar. Te aseguro, mu- chacha, que esos almuerzos do- minicales me aburren. Te diré más, nunca me gustaron. Mi es- posa también era partidaria de ellos, y yo le hacía bromas al respecto. Siempre tuve la idea de que el domingo debe ser un día de descanso y no de ajetreo co- mo cualquier otro de la semana. |Y te confesaré que las mayores ¡disputas que tuve con mi espo- ¡sa tuvieron por origen su deseo de hacerme poner una cuchara- ¡da de esto y aquello en los pla- tos de los demás. Creo que cada luno debe servirse a su gusto. Mary Ann se echó a reír, sin poder contenerse, y dijo: —¡Caramba! Resulta que los dos somos lo mismo. — Y su ma- no oprimió, impulsivamente, los ásperos dedos del abuelo. —Lo malo es — continuó el ¡abuelo — que la mayoría de los jóvenes no saben tratar a las nen en cuenta para nada, como si fueran una planta o algo por el estilo, o se lo preparan todo de tal forma que le resulta im- posible hacer la vida que les gusta. — Y sonriendo, ¡le ofre- ció a Mary Ann: — Quieres una taza de café, muchacha? A mí (Sigue en la Pág. 4) PAGINA TRES RUTAS DE EMOCION Por ROSARIO SANSORES SOBRE LA INGRATITUD DE LOS HIJOS Mi crónica sobre la ingratitud de los hijos recientemen- te publicada, me trajo un alud de amargas lamentaciones de madres y padres que me ruegan tocar de nuevo este punto, porque son víctimas justamente de aquellos a los que dieron el ser y ahora creen que no tienen ninguna obligación de ve- lar por ellos. Cuando las madres mecen la cuna del hijo y le cantan tiernas canciones, sueñan con que ellos serán en el mañana su sostén y su apoyo. Ninguna cree que habrá de fallarles este sueño. * a Y sin embargo, yo contemplé cerca de mí, el caso de u- na madre a la que sedujo un miserable con promesas de ma- trimonio. Eran los tiempos en que este delito no se perdona- ba. Sus padres se creyeron deshonrados y la echaron del ho- gar. Se encontró sola y desvalida, y, un hombre le prometió legitimar al hijo y darle su nombre, lo cual ella aceptó sin vacilaciones. Nació aquel hijo que ella educó con mil penalidades, porque el hombre al que se unió era un bohemio que care- cía de toda responsabilidad y solía desaparecer largas tem- poradas. Entre tanto, la madre cosía ropa para sostenerle. Sus o- jos —unos ojos negros hermosísimos— fueron apagando su brillo. Y el cuerpo, de perfectas líneas, se encorvó al peso del dolor y de los sufrimientos. La volví a encontrar aquí en México y estaba muy cam- biada. Se había quedado viuda y lena de deudas. Su hijo ha- bía crecido, al que le había dado una carrera que le permi- tía abrirse el porvenir. Mas al segundo día de haber obteni- do su título y cuando su madre creyó llegada para ella la ho- ra de la liberación, él ledijo: y —Madre, me caso mañana. No te lo había querido de- cir por miedo a que te opusieras, pero estoy resuelto. Yo se- guiré velando por t. No, no hubo nada de lo prometido. Durante dos meses le pagó la mísera vivienda. Después le propuso que vivieran todos juntos, para gastar menos y ella aceptó, con tal de es- tar cerca de él. Los disgustos empezaron porque la nuera era una mu- chacha de muy baja condición social, sin educación alguna, grosera y perversa, a la que le dolía que su marido gastara un centavo con su madre, inventando pretextos para quitar- le el sueldo. Por más que la suegra trató de amoldarse a aquella vi- da, disimulando y callando, llegó el día en que no pudo más. Entonces se fué. Pero el hijo no le pasó ya dinero. La dejó que siguiera trabajando. Volvió a tomar costuras. Su salud era mala. Sus ojos veían cada vez menos. Y comenzó para a- quella madre un nuevo calvario. Dejé de verla hace tiempo. Solía visitarme y le encar- gaba vestidos que me cosía muy bien. En una ocasión me habló de hacer un viaje. Tal vez haya muerto. Tal vez esté e. ¡en un asilo, El hijo ascendió en su empleo. Tiene a su vez hijos. Y Ñ mañana pagará su pecado de abandono y de olvido. Entre las cartas que recibí, está la de un padre, que me cuenta: Señora, eduqué a mis hijos*con miles de sacrificios. A- hora se avergiienzan de mí. Cuando me encuentran en la ca- lle, vuelven la espalda y me niegan el saludo, y mi esposa y yo somos ya dos ancianos, pobres y desvalidos. Insista sobre este tema, que es general, para ver si se les ablanda el co- razón a esos desalmados que no piensan sino en sí mismos. Yo sé que voy a perder el tiempo. Buena parte de todo esto lo tiene la educación moderna que reciben los jóvenes, la falta de fe, y esas extrañas teorías que se han filtrado, haciéndoles creer cosas que carecen de base, pero que enve- nenan sus almas y los arrastran a cometer estas tremendas E (Sigue en la Pág. 4) Escuchen Fiesta Pan Americana CON: Efren Valenzuela LUNES A VIERNES 8:00 p.m.a 11 p.m. KRUA 1340 kilociclos

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