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Pigi Cut loo CAPITULO IV LOS BANDIDOS Ni una sola nube manchaba ja punta del instrumento que ydo su largo puña: y arojan:lo el claro y hermoso horizonte Je Palestina. El sol, desde la mi- tad del cielo, bañaba con la ra- diante luz de sus rayos las es- cabrosas cordilleras y los férti- les lalnos de Samaria. Y allá a lo lejos, por la parte del Este, se extendía una nube cenicien- ta que, a semejanza de una Jar- ga culebra «de gasa, hundía su enrrme cabeza en las azulsdas *guas del lago de Genesarelh, mientras que su enroscada cola iba a sepultarse entre ¡as pesa- das y malditas aguas del mar Muesto. Aquella cinta de encaje flotan te, aquella manga de polvo que parecía brotar de la tierra, eran las neblas del Jordan, que se elevaban al cielo en vaporosas y húmedas emanaciones. Dimas contempló en silencio el grandioso panurama que se extendía ante sus ojus. De vez en cuando sus miradas se fija- había vengado a s padre. —!Ea, valor, Di nas! a muerte er un momento: la vida es lar- £a y pesada cuando se tiene hambre y se du*'m«* en desjo- bldo. Y diciendo esto, se encaminó resueltamente hacia el castillo; ¡en cuya puerta descargó tres fuertes golpes con una piedra que de propio intento había co- gidc «ul paso. Nadie respondió, Entonces, seguro de que el cas- tillo se hallaba abandonado, :e- ¿onoció escrupulosamente el mu se que Je cercaba, halló un, tro- zo derruido, por el cual, aunque ne con mucha facilidad podía escalarse la fortaleza por las muchas grietas y rajadas de las piedras. Con el puñal en los dientes comenzó a trepar por la muralla. Una mano que hubiera flaqueado, una piedra que se hubiera desprendido y su muer te era segura: su cuerpo, rodan- ban en el tétric» y solitari cas- |¿¿ de abismo en abismo se hu-! tillo. Su cerrada puerta, sus de- Licra deshecho en sangrientos siertas almenas( sus desmorona loedazos contra los salientes pi- dos muros, le daban el aspecto cos de las rocas. Por- fin, des- de una de esas mansiones mal-'L.és de incalculables dificulta- ditas, suyas sangrientas tradi- |des llegó a la plataforma de la ciones apartan cen espanto de ¡myralla, cubierto de suodr el sus contornos a los medrosos ha ¡rostro y ensangrentadas las ma bitantes de las aldeas, a los in-[ nos En vano recorrió los estre- | genuos y supersticiosos apacen- [chos pasadizos, las desiertas cá- tadores de ganados. Dimas, firme en su propósito después de asegurarse de que su puñal permanecía oculto en los pliegues de su túnica, desen rolló de su cintura una honda formáda con hojas de palmera seca, coloó una piedra de ves: pulgadas de diametro en la cu- na de la honda, y haciéndola gl rar como un molinete sobre su cubeza, envió el p:oyecail de..- ir. del castillo por encima de su *ftricas u' . allas. Esperó algunos momentos; pero nadie asomaba a sus torreones. Volvió a repetir por tres veces la mis- ma maniobra; pero éstas, como la primera, tuviers1 el mismo ri 1 tado. z—El castillo está sílo—se dijo. Y una sonrisa extraña asomó a sus labios. Luego continuó, hablando con sigo mismo. —!Buena fuera que un barbi- lampiño como yo se apoderara úe la bolsa de esos zorros bar- bados que hacen temblar con sólo sus nombres a los impíos y afeminados romanos, a los torpes y cobardes herodianos, y a los indefensos mercadores de Nilo, el Eufrates y el Jordán. Dimas, después de murmurar estas palabras, se quedó un mo- mento pensativo, Se pasó por la|nes y sucesivamente halló án.|jidos, como si la tierra los vomi.- maras de la tétrica fortaleza: no encontró el codiciado tesoro que había soñado. Sus moradores debían tener indudablemente algún sitio des tinado a ocultar el botín; pero este sitio sólo a ellos o a la ca- sualidad era fácil descubrirlo. Dimas desesperó de encontrar le, después de tres hiras de mi- nucioso-.escráutinio. —Todo me indica que esta madriguera está habitada por los bandidos samaritanos,— se dijo; hev isto huesos frescos de carnero esparcidos por el suelo, y teas resinosas recién apaga- das metidas en sus argollas de hierro. Es igual; he venido por oro, y no lo encuentro, esperaré a que regresen, y ellos me lo da rán; de todos modos, yo necesi- to un albergue,.... será este cas- tillo, Entonces se encaminó a una pieza que ya había visto antes, y que, según scucálculo, debía ser la cocina y comedor de los bandidos. Una vez allí comenzó a registrar cuidadosamente to- dos los obscuros rincnes de la cocina, y no eardó mucho en descubrir una pierna de carnero colgada de un gancho de hierr». Sigui óadelante sus investigario “EL SOL”, SEMANARIO POPULAR INDEPENDIENTE A oí A EL MARTIR DEL GOLGOTA!! r Viernes 26 de Mayo de 1950. HU A A KA A y sacos de maíz, en varios hue- de sucio descompuesto atalaje. ,tura, exclamó con voz caverno- voy a darte un consejo. Los ca- no se borra de tu memoria mi ¡una saliva sobre euna peña, sejcos practicados en la pared; y| puso con tranzjuiidad a afiarique a primera vista no había d:stinguido a causa de la obs- curidad. Aquello era la despen- sa de los bandidos, y Dimas pen só aprovechar el tiempo. Firmemente resuelto a espe- rarlos, se encaminó al figón o chiminea, que se hallaba según cvostumbre de los hebreos, en mitad de la cocina con algunas ascuas A los extremos del hygar se hallaban algunos troncos de leño seca entre los que se veían algunas teas esparcidas. Dimas reanimó el fuego y en- cendió una tea, porque en aquel sitio la claridad era pota. Entonces colocó la pierna de carnera suspendida de un gar- fio junto a la llama, y mientras se asaba, amasó una torta con la amarilenta harina y el agua de los odres. Medi hora después el huérfa- no aventurero, comían tranqui.-, lamente y libaba el delicioso | zumo de la vid, sentado en mi. * tad de la cocina del castillo. En! esta tranquila ocupación se ha. | aba el atrevido Dimas, cuando ¡escuchó un ruido sordo, en las profundidades de la tierra. Dimas, después de fijar yn momento su atención, continuó su interrumpida cena, hac'esdo un movimiento de hombros con indiferencia. Eu ruido se aprox- imaba cada vez más. Diríase q' muchos hombres hablaban y a- rrastraban tras sí pesados faz- dos por debajo de la tierra que les servía de base. De pronto se oyó un cdujido extraño y agrio en el pavimen- to, como si un cerrojo o una ba- rra de hierro enmohecida se hu- biera descorrido. El huérfano siguió comiendo como si nada hubiera oído; sólo por precaución cogió el puñal que se hallaba junto a las vian das y se puso a picar con sú punta la piedra que le servía de mesa. . Hundióse un trozo del pavi- mento,, y Dimas vió abiérta a su lado una boca del diámetro El primer efecto que produjo a los bandidos la presencia de un hombre que comía tranquila mente en su madriguera, fué el asombro; pero repuestos instan- táneamente lanzaron un rugido, y desnudando los largos puña- les se tbalanzaron sobre Dimas Este se puso en pie de un sal- to, y retrocediendo unos pasos con el cuchillo en la mano, !es gritó cor. entereza: —!Ea, compañeros... Los lo- bos no «ueben morderse unos a otros.Y: después, el desagradeci- miento cs un defecto desprecia- ble. 'Por los cuexnos del altar de Sión! ¿C: 1 qué os Le preparado la cena para uhorraros trabajo, , Queréis matw»n:e en pago del servicio voluntario que os he prestado? os bandidos se miraron asombro. co. Aqueila mirad podíz traducir-, se por esta preginia “¿Quién es este ¿-. CAPITULO V Donde Dimas Empeña su Honra Por Pagar su Puñal sa: —Toma y paga tu denda, jo- ven, porque es sagrada. Si eres ingrato a los beneficios, Belce- legiones, y devorado seas por buh te envíe a sus asquerosas ellas; si eres leal, Gad te eleve sobre los rayos de su rueda y proteja tu cuerpo. del hierro ho- micida. —Gracias, anciano. Dimas te probará que no has sembrado el favor en tierra infecunda. —Mi nombre es Abaddón; soy samaritano, no lo olvides; con la misma facilidad tenderé la mano para prohijarte que para exterminarte, —No he de olvidarlo, . Ahora dame tu permiso para partir; antes de cuatro días la luna es- tará en su leno, y desde aquí a ¡Jerusalén hay tres jornadas lar- 'gas. —La paz de Dios sea contigo, ¡durante tu viaje, —contestó el anciano. a Y luego, dirigiéndose a uno del os bandidos. Uries,, acompaña a este mu- [de cinco pies cuadrados, Dos manos se apoyaron en el bordo de aquella abertura, y luego a- pareció la cabeza y después el cuerpo de un hombre, que saltó con ligereza dentro de la cocina. Este hombre, no vió a Dimas, pues volviéndose de espaldas, inclinó su cuerpo sobre el agu- jero, y extendiendo los brazos, a los cuales se cogieron otras manos, tiró hacia sí con fuerza, y otro hombre saltó desde la cueva a la cocina, yasó sucesi- vamente ayudándose los unos a los otros, salieran catorce fora- frente varias veces, y desnudan- |foras con agua, pellejos de vino tara, de repugnante catadura, When you buy your next car, of course you will look for one that will give you the most-for-your-money. Be sure you select the kind of financing that also gives you the most-for-your-money. The Valley National Automobile Finance Plan is just such a plan. You get the lowest prevailing rate in Arizona. You pay no “extra” charges of any kind. You may place your insurance with your own insurance agent, assuring yourself full, low-cost protection. Finally, when you finance through the Valley Bank, and meet your monthly payments promptly, you build personz” “bank credit“—a valuable asset for your future credit needs. * Finance your next car through the Valley National Bank. Entre los salteadores, entre esa gente que arriesga la vida a cada hora y hunde su puñal en el pecho de su prójimo con la misma indiferencia que apura un vaso de vino; entre esa raza de miserables que crece en lcs presidios y muere en el cadalso, nada es tan digno de eadrnira- ción, de asombro y hasta de res “peto como el valor personal. A- quel joven imberbe, casi un ni- ño les miraba con los ojos sere- nos y la sonrisa en los labios. Su corazón, su espíritu, se há- llaban tranquilos ante las acer- adas puntas de los puñales que amenazaban su cabez, que po dían exterminarle. Sólo un hom bre extremadamente atrevido y valiente podía haber asaltado aquella mansión de horror que ellos habitaban teatro de sus vandálicas escenas y espanto de los campesinos samaritanos. Todas estas reflexiones pasaron indudablemente por las obtusas y salvajes mentes de los bandi- dos, y sin podérselo explicar, sintieron cierta simpatía, cierta acmiración hacia el atrevido mancebo' que tenían delante desafiando su puder, el cuai h+- bía con su audacia cautivado sus corazones, 'encallecidos por una vida de crímenes y de san- gre. dd —'!Nadie le toque! —exclamó uno de los bandidos, cuya bar- ba blanca, ademán altivo y lu- joso traje, decían bien clara- mente que debería ser el capi- tán. ¿Quién eres?, le preguntó después de examinarle atenta- mente con una mirada de águi- la, —Soy un compañero vuestro, un joven que comienza el «oficio lucrativo que profesáis, que ad- mirado de vuestras proezas vie- ne a que le perfeccionéis con vuestro saber en los secretos del arte. Los bandidos se miraron unos a otros, y soltaron una carcaja- da estrepitosa. —¿Os reís? —exclamó Dimas imitando la hilaridad de los fa- cinerosos. —Me alegro infinito: eso quiere decir que ya ccmen- zamos a ser amigos, y por lo mismo voy a pediros un favor. ¿Queréis prestarme veinte on- zas romanas? Los bandidos se miraron, cc- ro queriendo decirse: “No hay duaa, está loco.” Sól) el capitán n:» demostró asomorarse de .as palabras de Dimas. Sus ojos, peretrantes como los del a.e du rapiña oculta en los matorra les, sc fijaban de una manera tena» en la franca y altiva fiso- nemía del joven. —Comprendo vuestro asombro —volvió a decir Dimas, viendo que nadie le contestaba—. An- tes de pediros dinero debía ha- beros explicado el motivo que me obliga a solizitar un présta- mo la primera vez que tengo el hunor de trataros; pero por el sombrío Balaad, + quien todes pe:tenecemos, os Sup.ico que to r.éis asiento y no mu miréis con ojus espantados. Timas contó en pocas pala- bras lo que desd2 li muerte de su padre le había acntecilo en Je salén y sus ce:canías. Al terminar su relato, el viejo capitán,; que hasta entonces só- lo había despegado los labios para prohibir a su gente que hi- ciera daño a su atrevido hués- ped, dió un terrible puñetazo so bre sus rodillas, y arrojando en las manos de Dimas un puñado de plata que sacó de una bolsa qc cuero que coleata do su cn- chacho por el subterráneo al camino crucero de los romanos. —¿Le vendamos los ojos? — preguntó Uries a su capitán. Abaddón miró un instante a Dimas, y éste mantuvo aquella mirada con tanta nobleza, con tal serenidad, que el capitán, dirigiéndose al banido, dijo.: —YoY fío en su palabra: no le vendes :los ojos; pero llévale por el camino largo. Uríes levantó la trampa, y desapareció por ella, seguido de Dimas. Ambos caminaron por espacio de media hora por un subterráneo. El cvamin) era obscuro, la atmósfera pesda y salitrosa, v enfriaba con sus va- pores las sienes de los dos ca- minantes. —!Por Jacob!— exclamó Di- mas, —que si no me das la ma- no para guiarmo, crey que voy a ¡dejar los sesos en alguna de es- tas rocas que amenazan caer sobre nuestras +: bezas. —Toma, y sigueme sin mie- do; el piso es stuve, y la bóve- ¡da es tan alta que Goliat y Saff si no hubiesen muerto, podrían pasar sin inclinar la cabeza. 1 minos hechos por los romanos, nombre, algún día lo sabrás sin que Dios vivo cinfunda, no nos necesidad de que yo te lo diga. convienen a nosotros tanto co- Me llamo Dimas. no lo olvides,. mo las veredas intransitables de los lobos. Créeme, joven, más vale caminar solo por los busques que acompañado por los caminos de César. Te doy las gracias y seguiré tu consejo, E —Entonces, que la paz sea contigo, porque ya hemos llega- do al sitio donde es preciso se- pararnos. Sigue esta senda, que ella te conducirá a Bethel; la noche es clara, y durmiendo no sotros, 1 tiera de Samaria está más segura que el palacio del Idumeo. y Antes de separarnos quiero ha cierte una pregunta. —Habla. ——Cuando regrese al casti- llo, ¿por dónde debo introducir- Por la muralla, como lo hicis-- te hoy. Si no estamos, espera. —Está bien. Hasta dentro de unos días. —Que Jehová te guíe, y te sal ¡Graba bien en tu mente las cia- co letras de que se. “ompone. —'Dios de justicia! Entonces ¡tú eres el matador del sacerdote de Isaac, de ese viejo avaro y ruin que los cielos confundan. —Sí, yo le maté porque debía matarle; el cuchillo que me presatste fué el instrumento. En nombre de mi padre te Joy las gracias; en nombre mío, las 26 onzas romanas que acabo de entregarte, Y sin esperar respuesta, tonó una calle adelante, dejando al cuchuilero absorto y aturdido. Dimas se encaminó al mula- dar, donde, según noticius, ha- bian los enterradores arrojado el cadáver de su padre. Le ¿ue- daban aún en la bolsa más ue dos mil óbnios, y firme en su propósito, quería dar honroso sepul:ro al autor de sus dias. Pero.todo fué en vano: tres hu- ga todo como deseas. —Lo mismo digo. Dimas tomó la vereda que conducía a Bethel. Uries se en- caminó por l* «1 ¿¡nada cuesta en dirección a su madriguera. El bandido imuumuró para sl estas paiu»:as al separarse de" mérfano: d —Este mucha: ho ahrá «suerte; es atrevido, y apuesto mi puñal d Damasco y la parte del botín que me corresponde en un año que todos mis compañeros le de sean buena suert y feliz regreso Dimas, mientras caminaba, se decía a sí mismo, acariciando las monedas de plata que tan generosamente le había presta- do el capitán de bandoleros. —Me primera aventura me salió mejor de lo que esperaba. Con este dinero podré quelar con. honra, y si hallo el cadáver de mi padre, darle un sepulcro digno de él. Ea, avivemos el ja so, pues dice el refrán que el q' paga descansa. z CAPITULO VI LOS CADAVERES Convencido Dimas con el con- sejo de Uríes, le siguó al pie Y diciendo esto, el bandido le, de la letra. Atravesando los sen- alargó la punta de su capa o manto, que Dimas cogió: De vez en cuando el joven aventurero .sentía sobre su rostro un aireci- ¡Mo fresco; 106 que indicaba que algunos agujeros practicados en la roca permitían la renovación Cel aire en aquella galeria sub- terránea. —-¿Son respiradores esas rá- fragas de viento que se perciben de vez en cuando? —preguntó con naturalidad Dimas. —Son caminos que conducen a Oiras salidas. !Oh! Si los sal- dados de Herodes llegan algún día a descubrir nuestra madri- ' [guera, trabajo les doy para en- contrarnos, Dimas comprendió que se !as había con hombres prudentes y entendidos en el oficio, y. eso le regocijó. Por fin el bandido se detuvo diciendo: —Ya hemos llegado. Ayúda- me a levahtar esta piedra. Dimas obedeció, y poco des- pués vió los rayos de la luna, que lucían como hebras de pla- ¡at sobre el dilatado valle que se extendía a sus pies. Miró en torno 'suyo para reconocer el te- ¡Treno. —No veo el castillo, dijo. Se halla a la parte opuesta del monte. Pero no perdamos tiempo; hoy hemos andado mu- cho, y el sueño me escarabajea entre las cejas. Vamos pues. Y comenzaron a bajar la roca en roca como dos cabras monte ses en dirección de la llanura. La noche era clara y tranqui- la, y el céfiro nocturno apenas tenía fuerza para agitar las ho- jas de los árboles. —Tú que serás práctcio en la marcha de los astros—preguntó Dimas a su compañero, —¿ a qué altura nos encontramos de ¡a noche? Uríes miro al cielo y dijo: thel. Una vez allí, caminas siem pre hacia el Este, bordeando un arroyo que te conducirá a las ri- beras del Jordán; luego tuerces en dirección ayl Sur, hasta en- contrar a Jericó; de Jericó a Je- rusalén nadie se pierde, porque ¡las caravanas abundan, y des- ¡pués la vía romana te conducirá a la ciudad santa, aunque yo deros más incultos, llego al to- rrente Cedrón a los tres «días y entrando en la ciudad sacerdo- tal por :a puerta Judiciaria, se encaminó hacia el bajo Jzrusá- ién, que era dande habitaba el enchillero. Fi confiado artífice se halla- ba ocupado en sacarle punta a un puñal, con el pecho inclina- do. en una muela, y bien Jejos por cierto de imaginar que su «cudor viniera a interrumpirio en su traba « —'La paz de Dios sea con!?.¿u. —le dijo Dimas. El cuchillero levantó ¡a cabe- za, sin suspender el balanceo del pie derecho que hacía girar la rueda, y fijó una mirada in- diferente en el joven. —¿No me conoces? —ie pre- guntó Dimas. —Creo haberte visio en algu- na parte. —Hace quince días, en este mismo sitio, me prestaste un fa vor, y vengo a pagártelo. —!Ah!— exclamó el +uchille- ro, recordando la escena que ya conocen nuestros lectores. Y ahora recuerdo— dijo a su vez el vendedor— que tú me o- freciste.... —Veinte onzas romanas, A- quí las tienes, — repuso Dimas sin dejarlo acabar. ras de escrupuloso escrutinio ampieó cn aquel hediondo «:1tic. y al tin ccsesperó de ha''az los restos de su padre, que tal vez habían servido de pasto a lcs quehramtanuesos y cuervos «me se inecen sobre la pesada ¡2tmós fera de tan repugnantes sirios, Entonces dos gruesas lágrimas asumaion « sus párpados, y ele- vando sus ojos al cielo en disec- ción al templo de Sión5, m+1- nuró estos palabras: —Padre y señor, tú fuiste bue no durante tu vida; yo imité tu honradez viviendo a tu lado, ¿Por qué al ver el desconsuelo de tu hijo no me llamas para que pueda darte sepultura dig- na de ti? Dimas lanzó úun largo y dolo- roso suspiro, y como si en él hu bieran exhalado uno de esoz ve |s33 que nos oprimen el co:azón, ¡tornó a encorvarse sobre la tie- ¡Ta, y a favor de su largo cuchi- Mo continuó la interrumpida y ¡penosa tarea de remover aquel. lImontón de huesos y podridos ca dáveres medio insepultados que se extendían .bajo sus plantas. Dimas buscaba con el mismo afán que si aquella seca y es- téril tierra ocultara un tesoro. Su cairño filial le hizo olvidar que los abrasadores rayos del sol caían perpendicularmenete sobre su cabeza. Por su frente surcaban gruesas hebras de su- dor, que convertidas en gotas iban a empapar y perderse en- tre la removida tierra que he: ría el prolongado y continuo gol pe de su puñal. Aquel joven hermoso, valica- tey fornido, cubierto de sudor, abstraído en su trabajo, indite- rente a todo lo que pasaba a su alrededor menos a los que le u- cupaba, era verdaderamente un modelo de hijos. Cada cabeza que asomaba a flor de tierra, cada miembro q' descubría era una esperanza; pero cuando sus ojoz al buscar las facciones queridas de su pa- dre, se ha'Jaban con el lívido y asqueroso semhiante de un des- cenocido, entonces Dimas avan-: zaba unos cuantos pasos, lan- zando un Culoroso gemdo, y con tinuaba su trabajo. Aquel gemido era una espe- ranza que huía de su corazón, quejándose de haber sido venci- da por la realidad de un desen- Y sacó de una boisa de cuero gafo. bastante repleta las monedas indicadas, que fué dejando so- bre una tabla mugrienta que se haliaba junto a la muela. El so nido de la plata hirió agrada- blemente los oídos del judío,. a juzgar por la sonrisa que animó su semblante. —'!Por Jacob y mi madre!!, q' no esperaba que cumplieras la palabra. A —Hiciste mal en desconfiar. —Tienes razón; y me alegro por Dios vivo, que asi haya su- cedido, pues eso me indica que —Es temprano: nos hallamos!'has hecho fortuna, de lo que a la cabeza de la osgelis; antes ¡me c«mplazco. de que llegue la hora del gali-| —No mucho, pero estoy en ca- cidio podrás encontrarte en Be-!mino de hacerla. - ¿Has heredado de a gún pa- rie 16? Ni “-Jor fortuna te hallaste al- gúr". tesoro en €. viejo palario de £ujemón? -—? ¿da de eso. -- T.* tonces... —Mi fortuna tiene un origen que no puedo revelarte; pero si Muerto de fatia, falto de atien to, se dejó caer a la sombra de un sauce, sin esperanza de po- der hallar el cadáver de su pa- dre. Alí, solo con su dolor, asal tó una idea terrible, y una son- risa feroz resba1ó por sus labios —Si— se dijo a sí mismo—, eso es: esta noche iré al valle de Josafat, buscaré al opulento sepulcro de ese fariseo, de ese viejo cruel que ha infamado el cadáver de mi padre, arrancaré la Isa que le cubre, sacaré el cuerpo perfumaúo de ese m:se- rable, y lo dejaié en este inm:n dec siijo para que sea po3'» de los carnívoros raposos, que des- ganarán su maldit carne. mien tras el nocturno onocrótalo, apo yando sus férreas garras en su impura frente, batiendo sus n2- gras alas sobre su insepuita ca- beza, lanzará gozoso su grazni- do horrible y espeluznador, pre- parando para el festín sus estó- magos, hambrientos de carne humana, Continuará la semana entrante