El Sol Newspaper, July 28, 1950, Page 4

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Página Cuatro. A e “EL SOL”, SEMANARIO POPULAR INDEPENDIENTR “EL MAR Porque en Herodes sólo veían a un verdugo extranjero, a un enemigo cruel, y ansiaban ex- terminarle. La vida del rey tirano de Judá era un contniua sobresalto, El puñal' homicida le amena- zaba por todas partes. Un día corrió de boca en boca la falsa noticia de su muerte, y el pueblo encendió fogatas en señal de regocijo. - Herodes apagó aquellas ho- gueras con la sangre de los que habían tenido el atrevimiento de éncenderlas. En la más fuerte de estas dis- cordias civiles fué cuando los reyez Magos llegaron a Jerusa- lén preguntando por el Rey de Judá que acababa de nacer, por el Mesías anunciado por los pro fetas, por el Salvador del pue- blo de Israel. Herodes había trasladado a Jerusalén el lujo y las costum- bres de la ciudad de los Césares Los artífices griegos, de cuyas fo gústaban entonces romanos, se veian ect contratados per el Téy tributario para embelle- cer-1ós alones de su palacio: Se hacía servir por un crecido número de esclavos etíopes. de esos hijos de lá abrasada Libia, que, fieles como los perros e in- mutables como el bronceado co- lor de sus mejillas, adoran a - sus “señores como al os dioses paganos de sus templos. Para contrarrestar con éstos, tenía otros de raza ciriaca, de sonrosado cutis y dulce expre- sión. * - Daba el nombre de “cabículo” a su Cámara, y de “gínneo”, a la pieza destinada a guardar las joyas de la corcna real. Cuando, rodeado de sus mer- cenarios, se entregaba a los pla ceres de Baco para ahogar en los vapores del Falerno y el Chi- pre, los gritos de su conciancia, se complacía en invocar a todos los dioses paganos del Olimpio de Homero, echando de menos T. more Arizonans who are able to buy the things they need «and want, the better for Arizona business. And what benefits business also benefits the thousands upon thousands of people who work for, sell to, or buy from these businesses las libres bacantes de los bos- ques Baya, y el delicioso Creta que le servían en largos cuer- nos de plata cuando celebraban sus embriagadores banquetes. Durante su permanencia en Roma, las silbaríticas costum- bres de los libertos le habian fascinado, y quiso trasladarlas a Jerusalén. d Roma era entonces la señora del mundo; sus patricios se ha- bían hastiados de apurar goces. Sus cortesanos tenían circos, teatros, juegos de palestra, en donde +1 ingenio podía lucir sus galas delante de la hermosura; ejercicios de Marte, donde el va lor era aplaudido por la belisza. Contaba en su templo más dé cien dioses a quienes quemar incienso, circos donde los gla- diadores luchaban hasta morir o vencer, alimentando el san- griento instinto del pueblo con tan bárbaro espectáculo. La vida era allí un torrente de placeres, un delirio embria- gador, era un lujo gastarla. Su afán se reducía a saciar los apetitos del cuerpo, olvidán- dose, del alma. La materia esta- ba sobre el espíritu. La guerra y el amor eran sus únicos desvelos, sus ocupaciones favoritas. Las orgías su paraiso terrena! El lujo su pasión dominante, Morir en el campo de batalla con la espada en la mano, la mejor de las muertes, el más apetecido triunfo, la fortuna co- diciada. El hastío, el cansancio los inseparables compañeros de sus viciados corazones. ¿Cómo pues, trasladar a Jeru- salén ese desorden que marca siempre la decadencia de un imperio poderoso? La ciudad santa, serena y "tranquila como el mar de Gali- lea en una noche clara de estío, La madre de los sobrios descen- dientes de Abraham y de Jacob, cuyas modestas hijas, después de adorar al Dios de sus padres con la pura fe de sus sencillos corazones, abadonabán el sagra ldo templo cubierto el pudoroso regresando a sus casas se po- nían a hilar el lino y a cuidar los hijos que: habian criado con la leche de sus pechos. ¿Podían nunca ser la imita- ción de Roma, de ¡esa sentina del mundo, laciudad santa, -la pudorosa paloma del Jordán la modesta Jerusalén? Herodes nunca consiguió la metamorfosis que se proponía llevar acabo. Esparta nunca hubiera sido Attenas, aunque odos -los tira- nos del mundo ,se lo hubieran prupuesto. ñ El Sólgota estaba lestinado a Jesucristo, Delfos a Apolo. Entremos en el palacio de He- rodes, y cruzando una salones, res Hhalleremos en un aposento lujosamente adornado. En u nlecho de marfil, tendi- do sobre mullidos almohadones de paño grana, se halla el rey de Jerusalén. Una mesa triangular de már- mol de Paros blanca como la nieve que corona eternamente la cumbre del Sabino, sostenía una lámpara de oro que tiene Ja [forma ae una águila con .2, a- las extendidas. Una lu. clar y viva sale de! pico del animal, símbolo de Re ma. Una corona úer laurel cotoc.- da sobre un pequeño cojín, se halla jurto a la lámpara. Herodes, su cabeza apoyada . entre las manos como si quisie- ra ocultar su semblante, se agi- ta convulsivamente, víctima de los agudos dolores que le desiro zan las entrañas. El rey viste un túnmco talar de un color de amaranto +1 cual sec iñe a la cintura formando anchos pliegues por un cinturón de cuero con pequeñas estrellas de plata. Un casquete negro de oro, Si.- jeto al a coronilla com> un soli- deo, cubría la parte superio: e su abuncante cabellera negra, poblada úe ásperas zanas. Entre Jos enmarañados, rizos que iban a descansar sobra sus Almost certainly, this includes you. — - : Our instalment loans to creditworthy Arizona consumers ' average $4,000,000 a month - $48,000,000 a year for- better en e too TO DEA 2. , 1 living. This money is used for just about everything from automobiles to refrigerators...from medical expense to college educations...from taxes to vacation trips and television sets. Open an account at the Valley National Bank, where your dollars are put to work in sound, productive loans to: stimulate business. The result is more jobs, larger payrolls* and more purchasing power-more prosperity for everyone. MORE PURCHASING POWER A e — a o y Viernes 28 de Julio de 1950. DEL GOLGOTA” nilos de oro que cuelgan de sus orejas, La barba cana, sus pobladas cejas, sus ojos hundidos y chis- peantes su color exclusivamente moreno y arrugado semblante le daban un aire de ferocidad incrqble. Basta mirarle para convencer- se, de que aquel es cruel, que aquela naturaleza de acero pue- de muy bien presenciare la muerte de toda su raza sin estre mecerse, sin mudar el colr de su semblante. Sus pies extremadamente gran- des, calzan la cáliga romana sembrada de pedrerías y boto- nes de oro. No muy distante de su lecho e hallan dos personas reclina- das perezosamente sobre ricos divanes de seda con franjas y bordados de plata. 4 Son un hombre y una mujer. La mujer es Salomé, hermana de Herodes: tiene cuarenta años y es hermosa; pero sus faccio- nes participan de lad ureza de su hermano. El hombre es Alejo, esposo de Salomé, de rostro dulce y extre- madamente blanco. Ambos guardan silencio como si temieran interrumpir la silen ciosa inmovilidad del monarca. Alejo tiene en sus manos un rollo de papiro, Salomé de vez en cuando se levanta de su si- tío para derramar en un peque- fio braserillo de plata polvos aromáticos de yerbas del Líba- ho que llenan de grato y pene- trante perfume la habitación. Luego todo vuelve a quedar en silencio: sólo el agitado re- suello del Idumeo o el gemido de dolor que se escapa de su pe cho interrumpen de vez en cuan do aquella quietud. Por fín Herodes se incorpora un poco sobre sus almohadones Aquel movimiento ejecutado por el señor, pone en pie a los esposos favoritos que le asisten. El aseino de Hircanio aparta las manos de su rostro, y sepa- rando algunos mechones de gri- Ú VALLEY NATIONAL BANIK MEMBER FEDERAL DEPOSIT INSURANCE CORPORATION SERVING ALL ARIZONA THROUGH 29 FRIENDLY, CONVENIENT OFFICES. YOUR VALLEY BANK DEPOSITS HELP BUILD ARIZONA semblante con el tupido velo, y¡hombros, brillan dos gruesos a-¡ses cabellos que caen por su tor-¡unos contra los otros, impulsan rruptible como las aguas del vo semblante, lanza una mirada |co por la rabia, y sus descarna-|mar. feroz, en torno suyo. Aquellos ojos parecen los del tigre que busca una presa que devorar. das manos esirujaron aquel ro llo de papiro que reclamaba jus ticia en Roma —Hermano mío, exclamó Sa- Su rostro se vió alumbrado en|lomé, con voz du!':* y cariñosa, tonces por la brillante luz de lajolvida a tus hij»s y al César lámpara. Por su ancha y tostada frente cruzan multitud de arrugas. A través de acda una de ellas ze oculta un crimen, se agita un remordimiento, Sús pómulos abultados, su nariz corva, su hrisuta barba y sus pequeños y vidriosos ojos le dan a su semblante una expre- sión de ferocidad que enfriaba la sangre del que tenía la des- gracia de contemplarla e incu- rrir en su enojo. Sesenta años se sepultaban en aquella naturaleza embotada de crímenes, Su voz es repugnante, asque- rosa, Redondas y amarillentas man chas salpican su rostro, ema- naciones mortíferas de la terri- ble enfermedad que le consu- me: aquellas manchas parecían los crímenes que, cansados. de devora el corazón, saltan a la cara para que de este modo fue- se tan feo su semblante como su alma. ; Herodes, después de haber a- barcado con una mirada recelo- sa y cobarde todo cuanto le ro- deaba, la detuvo en la corona de laurel que se hallaba sobre la mesa, y después de contem- plarla algunos segundos excla- mó con acento cavernoso y Cco- mo si hablara consigo mismo: —Mis hijos quieren ceñirse cuanto antes mi corona... Los empiricos de esta ciudad ingra- ta son sus cómplices, !Oh! Si mañana vivo, si lac iencia, es impotente para conmigo, yo mandaré colgar de los pórticos de mi palacio a eoda esa cater- va de avaros de solud que de- jan a su rey morirse en un rin- cón de su cámara. Y. luego dirigiendo la palabra a su cuñado, cintinuó: ' —¿Lo oyes, Alejo? Mañana no. te olvides, quiero que ahor- ques a todos los médicos porque la ciencia es impotente, porque sufro mucho; estos dolores son terribles; creo que tengo un ás- ¡pid enel estómago, otro en el cerebro que me roen sin cesar: ¿de qué me sirve ser rey sufrien do-tanto?. . Sd Salomé, cogiendo entonces un ¡frasco de, plata, derramó algu- ¿has gotas en una taza del mis- mo metal y fu éa,presentársela «ja su hermano diciendo: —Esto te calmará; bebe, her- mano mío. El enferimn cogió la taza y después de lanzar una mirada al líquido qwe le presentaban, dijo ccn' pausado acento: —Ya se que tú no me harí3 daño, 00: ue tú-me quieres y tu espozo tanu.é2n. "osotros Sui- la única familia; yo deseo pa- garos vuestros servicios: allá ve remos; y apuró el contenido de la taza de un solo trago. —Pero mis hijos, continuó, q” están en Roma, ¿por qué no sa- crifican de buena voluntad una galina negra en el altar de Escu lapio para que yo recobre la sa- lud? . —Tus hijos, dijo Alejo con gra vedad, acercándose hacia o! le- cho del enfermo, en vez de an- helar tu restablecimiento, te a- cusan anto el César Augusto. —¿Qué me acusan? preguntó Herodes entándose en la cama ¿y de qué? —Este papiro te enterará; y Alejo presntó el rollo que tenía en Jañ no. - Herodes se acercó cuanto pu- do a la luz de la lámpara, y des enrollando el papiro murmuró: Veremos qué reclaman mis queridos hijos contro su padre. Una sonrisa cruzó por sus la- bios al decir estas. palabras, Luego corrió cua la vista las líneas escritas:, dicienúo al tei- minar, con un acento extraño y cruel: !Ah!.. Me acusan ante el Cé- [sar de sanguinario y cruel; di- cen que he matado sin más mo- tivo que por el placer de matar a su madre Mariamna y su a- buela Alejandra; y como soy un rey tributario, Augusto me dice que vaya a defnderme en per- sónas Ánte el Senado....Iré. iré... hijos míos, pero !ay de voso- tros! e . Dos rayos de fuego, brillaron en las púpilas de Heroes al de- cir estas palabras. Sus dientes prudujeron un-mui piensa sólo en tu salud. —Tienes razón, Salomé.., Ale- jo no debía haberme entregado esta carta, yp Herodes la arrojó lejos de sí con marcadas mues- tras de desprecio. —Era del Emperador, contes- tó bajando la cabeza su cuñado --Sí, el Eriperado: me ha em- pujado para es:alar el trono q” o“u1po; pero yo le mando morto- ues de oro a buena cuenta. Soy, pues el rey de Judá y sólo yo ad ministro justicia en ia tiera que es mía. Si crímenes he cometiáo 1azón tengo para ello.. pero irú a Roma a defenderme cuando pueda... ¡Qué puedo yo temer a de mis hijos ;..: eldes? Nada. £. ¡Augusto desoy2 mis razones y loz portege, entxwes... lucharo- Inos y Dios de *irá:, Cuando Herodes le vió apare- cer en la puerta de su cámara, se sonrió, pues sabía que para llegar a él era preciso antes pa- sar por encima del cadáver de Cingo. El idumeo le hizo un ademán indicándole que esperara. El es- clavo se inclinó en señal de a- catamiento. . : —¿Dónde están esos reyes q' dices? Preguntó Herodes a Veru tidio. —Han levantado sus tiendas junto a los derruídos pórticos del palacio de David. —Cingo, enciede las teas re- sinosas, reune a mis herodianos y tráeme a esos extranjeros. Cingo salió seguido de los es- clavos. Alejo, tú reune a los sumos sacerdotes y escribas de la ciu- dad, y esos sabios conocedores de las profecías hebreas y los conducirás a esta pieza. —Tú, mi bravo Varuditio, jun ta tus legiones, y acámpalas en Un esclavo etíope, negro co“ |los pórticos de mi palacio, y tú, mo una gota de tinta y ricamen te vestido, apareció entre las cortinas que cubrían la puerta de la estancia. —¿Qué quieres, Cingo? le pre guntó Herodes; íqué necesita de su señor mi esclavo favorito? —Verutidio el liberto romano, general de las legiones extran- jeras, dice que tiene precisión de hablarte. —Veruditio es mi amigo pre- dilecto; pero yo estoy enfermo: no quiero nada, ¿lo oyes? Quie- ro descansar, estar solo. —Eso le he dicho, señor; pero se ha obstinado en entrar, di- ciendo que era dealta importan- cia lo que ten aíque comunicar- te. —Qu pase, pues, ese inoportu no adorador de las Cibelas, que nunca ha depositado una palo- ma en los altares de la castidad, y que no tiene compasión de su doliente soberano. Herodes dijo estas palabras en tono de mofa, y el teíope sa- lió a comunicar la orden de su señor. Poco después entraba el yene- ral romano en la cámara del rey judío, y éste le tendió una mano que besó el liberto, más por ceremsnia que por respeto. Su aire era marcial, altivo su serablante y rico el manto que ujetaba un grueso florón de oro incrustado de diamantes, colocado sobre el hombro iz- quierdo. Verutidio cogió con desfecha- tez un mullido almohadón que colocó cerca del lecho del rey, y sentndose en él exclamó hacien- do antes un saludo: —Marte en la guerra, Apolo en la Paz, protejan al amigo y aliado de Cécar mi señor. —Ellos te oigan, le contestó Herodes y luego continuó: ¿qué important misión te conduce hasta mi estancia? —Rey de Jerusalén, deja tu lecho, olvida tus dolencias, por- que en tu ciudad acaban de pe- netrar tres reyes Magos segui- dos de un brillante séquito, que guiados por una estrella, dicen que vienen en busca del Rey de Judá, del Mesías anunciado por los profetas, que acaba de na- cer, Herodes se estremeció, y Jes- lizándose de su lecho, quedó en pie al lado de Verutidio. Salomé y Alejo se acercaron para sostenerle; pero él les re- chazó, y cogiendo una varita de metal que tenía oculta bajo un cojín de su cama, dió dos fuertes golpes sobre una plan- cha de acero, la cual produjo dos sonidos agudos y vibrantes que fueron a perderse por los dilatados ámbitos del palacio. Inmediatamente Cingo, segui- do de una multitud de esclavos, aparecieron como por encanto en la habitación del rey. Cingo, el esclavo favorito de Herodes, era un africano negro como las alas del cuervo, forni- do como un atleta. Para aquel hijo del lago de “Schiat” no había más Dios, más ley, ni más pasión que su señor. ; El monarca de Jerusalén ama ba a su esclavo como un miem- bro de su cuerpo; Cingo era su brazo, Algunos enemigus de. He- rodes intentaron comprar la fi. delidad del feroz africano, que dormía a los pies del lecho de su señor, como la mano puesta en el mango de su cuchillo y e! oído atento como un perro leal; pero sólo habían comprado su de agrio y extraño al chncar los!muerte, porque Cingo era inco- mi querida hermana, mi buena Salomé, consulta a los médicos de la ciudad sobre la salud de tu pobre hermano. Todos partieron a ejecutar las órdenes del señor de Jerusalén. Hérodes se quedó sólo, y des- pués de una breve pausa duran te la cual permaneció inmóvil como si estuviera clavado en la alfombra de su habitación, lan- zó un suspiro y dejándose caer en su mullido lecho murmuró estas palabras: —¿Qué Rey será ese que aca- ba de nacer?....Oh, pobre de El si cae en mis manos! Y luego, extendiendo la mano sobre la co rona que se hallaba en la mesa de mármol, continuó: esta coro- na es mío, sólo desearla cuesta la cabeza. !Pobre de El si la mi ra con codicia, siquiere arrancar la de mis sienes! CAPITULO VII LA SEMANA DE DANIEL Una hora más tarde Cingo vol vió a entrar en la cámara de su señor, —Dónde están esos extranje- ros,? le preguntó. —La luz del alba les hallará a la puerta de tu real palacoi, contestó Cingo con un laconis- mo admirable. —¿Qué gente llevan? —Poca señor: basto yo con los esclavos de tu casa para exter- minarlos, si te place. Herodes -respiró. —¿Da dónde vienen? —Dos de ellos de Persia o Sele ucia, y el otro de la India Orien- tal, según me ha ninformado sus soldados. —¿Conque es decir que los pa triarcales persas n3 quieren a- bandonar sus tiendas durante la noche? El día no está lejos. Herodes se deslizó de la cara, y ecaminándose a una ventana le abrió para mirar al cielo. —Esá bien dijo: pero aquí no estamos bajo los. arcos de su pa- lacio; no pende la campana de los “Sujlicantes” que anuncia con su timbre sonoro que un hombre pide justicia y su señor. Aquí estamos en Galiela: yo soy el rey de Jerusalén y puedo ca3- tigar su desobediencia. Herodes mientras decía esto Se paseaba ocultando su agita- ción por la cámara. Una puerta secreta se abrió dejando un hueco en las precio- sas tapicerías. Su chirrido imperceptible hizo que Herodes volviera la cabeza con rapidez, porque por otdas partes veía el puñal del asesino Cingo empuñó el mango de la ancha cuchilla que pendía de su cintura y. avanzó dos pasos. Alejo apareció entonces en la puerta. —Esos hombres esperan tus órdenes, dijo dirigiéndose a su cuñado. Poco después Herodes, con la corona de laurel sobre su fren- te, y afecatndo una tranquili- dad de espíritu que no sentía, se hallaba sentado con los doc- de tores de la ley y los príncipes de los sacerdotes. Absortos los nobles ancianos ante su rey, sin poderse explicar la causa de aquella reunión, es peraban sentenciosos y graves al oír de boca de su señor lo que ellos no pdían acertar, Después de una ligero pausa, durante la cual Herodes procu- ró leer con mirada escrutadora en el corazón de aquellos ancia- nos, dijo con dulce acento y la Isonrisa en los labios, Pasa a la página 5.

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