El Sol Newspaper, July 23, 1948, Page 4

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SEMANARIO POPTT_1.K8 INDEPENDIENTE In O LA HUERFANA De La Juderia El gatillo saltó y el fulminan. ' te hizo explosión casi a quema ropa; pero la cápsula no prendió ; fuego. > El cielo protegía a Florencio, que jadeante, trastornado, se a- rrojó sobre el conde y con su bra zo de atleta, lo derribó con tal ímpetu ai suelo, que mientras la pistola se escapaba de manos del conde, su cabeza. chocaba contra un ángulo del escritorio, causándole una ancha herida en la frente, de la que brotó sangre en abundancia manchando las manos y el traje del joven he- breo. 3 La vista de la sangrae llenó a Florencio de terror. Tuvo con- ciencia de haber cometido un ac to odioso, no obstante haber si. do en defensa propia. Temoroso de haber matado al conde, de haber levantado una barrera to davía más insuperable entre él y Renata, arrojóse casi loco so- bre aquel cuerpo inanimado, q' sangraba, para prestarle socorro cuando la explosión de risa sal- vaje, estridente, le hizo saltar en pie y volverse atrás aterrori. zado. La puerta del gabinete estaba abierta de par en par y sobre el umbral hallábase Renata, en camisa, manchada aquí y allá de sangre, con los piés desnudos los cabellos sueltos y desgreña- él, mirándole con impasible fi. 'jeza y extrañamente inquieta. —¿Qién pronuncia el nombre de Florencio aquí? —dijo lenta mente, —silencio; que mi padre no os oiga... es muy malo, ¿sa- béis?.. os mataría como le ha matado a él, y a mi hija. Renata le abrasaba el rostro con su hálito ardiente, afanoso, El hebreo tenía el alma destro- zada; comprendía todos los do lores, todos los espasmos, todas las torturas sufridas por causa suya por aquella santa criatura y como delirante la aferró por el talle, la estrechó contra su pe- cho, exclamando con desgarra- dor acento. —No, Renata, no estoy muer- to.... estoy aquí a tu lado, y tam bién nuestra niña vive, está en salvo. Ven; Renata, ven conmigo huiremos lejos, muy lejos, con nuestra hija... la venganza de los-malos no nos alcanzará. Re- nata, tú eres mía, mía... entre nosotros hay algo más inque- brantable que la palabra de Dios... dicha por un sacerdote; está nuestra hija que liga nues- tras almas.... Renata, ángel de mi vida, no me mires con esos ojos que hacen tanto daño... ven conmigo... tendrás a.tu lado a tu hija, y yo te repetiré de rodi llas aquellas palabras de amor que te agradan tanto y te haré dos, la faz tan blanca que másjfeliz todavía. parecía de mármol que de carne los ojos desmesuradamente dila tados, brillando con un fulgor extraordinario, los descoloridos labios contraídos todavía por una horrible sonrisa. Florencoi, acometido por un estupor mortal, imposibilitado de lanzar un grito, se apoyó un instante sobre el escritorio, te- miendo desmayarse. El conde permanecía inmóvil, tendido sobre el tapiz: la joven con los ojos fijos en el vacío, dió dos pasos hacia delante. Florenciose recobró y de un salto fué a élla, intentando co- gerla una mano. —¡Renata!.. ¡Renata mía! Esta di óun alarido terrible. —¡Atrás... no toquéis a mi hi. ja... es mi sangre... yo la quiero. Un sollozo le destrozó el pecho Florencio se mesó los cabellos desesperado. —¡Loca! ¡loca! —gritó.— Mi raza está, pues, maldita, y don- de toca, lleva la desventura. Re nata, Renata, vuelve en tí: mi- rame, soy yo, tu Florencio que tanto te ama, a quien tanto a- :mabas. Renata permanecía tiesa ante Florencio no pensaba ya en el conde tendido en el suelo, des- vanecido: no veía más que a Re nata, no oía más que a ella, y sus labios abrasados se posaron sobre la frente de la joven. Estalanzó un grito agudo, y con un esfuerzo desesperado se libró de aquel abrazo y se apar tó con la camisa desgarrada, los cabelols desgreñados, los ojos aun más ae y más dilata dos. —¿Quién ist, no te conoz- co— dijo con violencia hablan- do aceleradamente, como es pro pio en los alienados.—¿De quien es esa sangre que tienes en las manos? No me toques, yo soy del demonio. Es limpio, sabes, para una cristiana amar a un he breo, y yo me he entregado a él, y el cielo me ha. castigado..¡ah! y mi padre me ha maldecido. ¿Que le pedía yo, sino mi hija? y me la han arrancado del seno No ves... también aquí hay san gre; es suya y de Florencio. No me averguezo de decirlo: soy madre, soy madre... mi hijo es hijo de un hebreo y yo soy cris. tiana... Y la desventurada se acurro có sobre la alfombra, y con los brazos cruzados púsose a balan ¡cearse lentamente, como si me- ciera a una criatura. Sobre su rotstro, poco antes impasible, a- pareció como una expresión de inefable ternura, imposible de describir; su alma mostraba a un tiempo la inmensidad de su dolor y los tesoros infinitos de su amor. —Pobre niño, tú no tiene más que a tu madre... él se ha mar- chado lejos, muy lejos... ahí hay sangre... en tu cuna; pero tu madre la lavará... con sus besos duerme, duerme, ángel mío! Florencio escuchaba como ex- traviado. Parecíale ael también haber perdido el sentido; se vol- vía a un lado y a otro, sintiendo una opresión, una confusión in- finita. ; ¿Eran realmente un muerto y una loca los que tenía ante sus ojos. ¿Era él el autor de a- quel doble deleito? ¿El Dios de los cristianos lanzaba sus rayos vengadores, mientras el suyo no surgía a protegerlo? El desatinado joven sentía q' su corazón estallaba: todo su cuerpo temblaba y sus dientes castañeteaban de espanto. ¿Que estaba haciendo allí, en ¡aquella estancia, en aquel pala cio? ¿No sentía hundirse el sue lo bajo sus pies? ¿No oía los gritos de maldición de aquel pa dre desnaturalizado, inexorable, de aquella mísera hija? Bajó un instante la cabeza so bre el pecho, afanasomente, opri mido, y contrayendo el rostro lanzó. un febril gemido. Después recobrándose gritó: —Ven Renata, ven; tú no pue- des quedar aquí, no lo quiero. Ella no le escuchaba; conti- nuaba balanceándose, «en silen cio, con un movimiento rítmico —¡Cuán hermoso eres!— dijo de pronto, — y te dicen... hijo del demonio... yo soy tu madre Amparadle, Santa Virgen... no le rechacéis... mi niño es inocen te, tomadlo bajo vuestra protec ción... yo soy una mísera madre ya lo veís. —Ven, desventurada... ven, yo te daré a tu hija: ella te devol- verá la razón y la vida; ven, huyamos. Había intentado aga- rrarla de nuevo; pero la loca lanzó un grito de horror. ¡Atrás! vos queréis robarmelo pero yo lo defenderé contra to- dos.. soy su madre... ¡Socorro! Florencio... él... me lo ham qui- tado.. quieren matarlo... Había saltado en pie y se afe rraba furiosamente, rabiosa, a Plant Your Dollars In The Crop That Never Fails BUY U.S. SECURITY BONOS. There never was a better time to invest every dollar you: can spare in U. S. Security-Savings Bonds — the crop that's sure to grow. 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El hebreo la ciñó entre sus ro bustos brazos. para conducirla fuera de la estancia. Pero Renata, que no lo reco. nocía, comenzó a lanzar alari- dos tan tremendos, a arañarlo, a morderle, con tal furia, que Flo rencio viendo inútil la lucha do- minarla, aflojó los brazos que le sangraban. Entonces Renata dió un salto hacia elotrol ado de la estancia ytropezó con el cuerpo de su pa- dre. Miróle un instante con ojos extraviados, lo tocó con espanto y se miró las manos; sacudió la cabeza dos o tres veces, y se a- rrodilló junto al conde, tentán- dole la cabeza, el pecho, los brazos. * Y casi en seguida estalló en una carcajada estridente, lúgu- bre, y cayó de bruces sobre el cuerpodel conde; su faz sobre la faz del padre. Florencio permaneció durante algunos segundos como fulmina do, después arrojó un sordo ge- mido, y con ademán desespera do, mesándose los cabellos, hu- yó de aquela estancia, de aquel palacio, maldiciendo a su raza, a su amor por Renata, que ha- bía producido tantas desventu- ras. Se tambaleaba como un borra cho, y no advirtió al salir por la puerta, que Paula estaba de ace cho detrás de esta. El huracán había cesado; pero el cielo continuaba obscuro, y el aya no pudo descubrir la con- tracción ds las facciones del jo ven ni el desorden de sus vesti- dos. Cuando Florencio se dispo nía a cerrar de nuevo la puerta sintió que una mano se posaba sobre su brazo. El hebreo se volvió a mirar con los ojos tan encendidos, que Paula retrocedió aterrorizada. —¡Ah! ¿eres tú? —exclamó Florencio reconcoiéndola. la, agregó: —¡Toma! aquí tiene tu llave. Y se laa rrojó casi al rostro. Después, asaltado por una repen tina idea, aferó al aya por un brazo. con su voz sorda pregun- tó: —¿Qué quieres hacer con mi hija? —;¡Salvarla! — contestó fría. mente Paula. —¿ Y sabías... que la madre estaba loca? Paula hizo un ademán de te- rror y algunas gotas de frío su- dor aparecieron en sus sienes. —i¡Loca, Renata! ¡Mentis! El hebreo rechinó los dientes y relámpagos de ferocidad bri- llaban en sus ojos. —¿Que yomi ento? —exclamó —Ve., entra ahí... y si te resta todavía un poco de corazón, sal va a esa pobre madre, salva al conde Mario. Por ellos debes te- mer, no por mi hija. ¡En mi hi- ja, ya pienso yo! Y antes que Paula, aterroriza da, presintiendo algo horrible, pudiese interrogarle, pedirle cuenta de aquellas extrañas pa labras, el hebreo, rechazándola violentamente, desapareció co. mo un relámpago en la obscuri Sociedad Fraternal Además se imparte para sus niños. Teléfono: 3-2304 Y con un tono tan lúgubre de; voz, que hizo estremecer a Pau-; rm dad de la calle. .. Tres dias después, al anoche- cer, un grupo de hombres y mu jeres se hallaba reunido en la plaza de la Fuente, en la Jude- ría comentando con vivas excla. maciones de estupor y de piedad un hecho ocurrido en la madru- gada. El hebreo Jacobo, a 1 salir de su casa al amanecer, había tro pezado en el corredor obscuro con un objeto resistente, y poco faltó para que el pobre viejo ro. dase por el suelo. Encendido un fósforo, Jacobo descubrió con inmensa sorpresa una larga cesta de mimbre, cu- bierta por un paño blanco. Transportada la cesta a su ca sa y quitado el paño, se encon- tró con una niña, nacida pocos dias, al parecer, envuelta en fi. nísimos pañales, sin otro signo distintivo que un cartoncito blanco, sobre el cual aparecía escrito; Es hebrea y huérfana. Se re- comienda a la piedad de los hi- ¡Jos de Israel, i Susana presente al descubri. miento, había exprerimentado tanta emoción, que se echó a llo rar y juró que élla haría de ma- dre a la niña. —Pero ¿ como podría lactar- la?— preguntaron maliciosa- mente algunos de aquellos hom bres que, descalzos y descamisa dos, estaban oyendo con aire pe- rezoso e indiferente el relato del descubrimiento. Una mujer alta, robusta, con caderas poderosas, sobre las cua les tenía apoyados sus puños, ex clamó con vehemencia, alzando su faz morena y sus ojos negrí. simos. —No le faltará leche a la huérfana... ¡somos tantas ma- dres en la Judería! ¿Y quien se negará a dar un poco de lo su- perfluo a esa pobre pequeña a- bandonada.? —Bravo, Ines— gritaron las o- tras mujeres agitándose;— ha- remos un turno, tú empezarás la primera. —Vamos, pues, a ver a nues. tra protegida— exclamaron en coro. Las habitaciones del hebreo fueron en breve invadidas. To- dos querían ver a la huérfana, y se trataba de adivinar quien pudiera ser la madre. Admirada la pequeña hebrea, satisfecha la general curiosidad, a los pocos dias no se pensaba ya en la Judería en la pobre huérfana, a la que solo pocas madres, entre ellas Ines, no se olvidaban de ir por turno a ama mantar. * Susana no se había atrevido a rehusar la oferta por temor a q se descubriese su secreto pero cada vez que veía a la pequeña coger ávidamente el pecho de otra mujer sufría como si la hu- biesen arrancado el corazón. Y apenas las mujeres habían desaparecido, Susana hacía un gesto de rabia, y con ímpetu de y de celos estrechaba la-niña contra su seno, murmurando: —Tú eres mía, mía... aunque yo no te haya dado la vida; pero la sangre de Florencio corre por tus venas, estoy cierta, y tus o- jos recuerdan los suyos... ¡Ah! ¡¡Si Florencio sospechase la ver dad! ¡Si supiese que la pequeña que lleva consigo no es la suya! ¿Quiere Usted Verdaderos Antojitos Mexicanos? 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A poco, con un estremecimien to nervioso, añadía: —¿Qué significará aquel sig- no de cristiana que la pequeña llevaba al cuelol? Lo noté ya| tarde, cuando Florencio habia partido.... ¿ Y si él, no encontran do aquel signo, suspechase mi traición? ¡Bah! estoy loca; lo negaré. Por otra parte, tengo bien escondida aquella medalla y nadie la encontrará. Educaré a la niña en mi religión: ella será hebrea como yo, como” su padre. Y su rostro poníase obscuro, triste. —¿Por qué mi alma se siente llena de la imagen de Floren- cio? —murmuraba—. ¿Por que! su extraña existencia me ha fas cinado tanto? No vivo más que por él, rechazo todo pensamien- to que no brille puro, como su imagen, a mis ojos. Pero él, ¡ay, no piensa en mí! Una sola vez sus labios oprimieron los mios: pero fué un beso de hermano. Conservo una flor que él me dió, una violeta. Al pronunciar esta frase, Su- sana lanzó un grito. He hallado ya el nombre de la | pequeña; la llamaré Viola. Es* dulce y armonioso al pronunciar y me recordará continuamente una hora feliz. La voz fué ahogada por un So- llozo; una lágrima había caído de sus ojos sobre la frente de la pequeña, quey.a empezaba a sonreirle... Susana la tenía cogi- da a su pecho. —¿Quien será la mujer que te dió la vida? ¿Ha muerto real- | mente o vive todavía? Viola, a me maldigas si he tomado su ETE ERRE. si te he privado de 105 ' quan ao Alegren su Casa con Viernes 23 de Julio de 1948. besos de tu padre. Viola, ahora eres mía: yo soy tu madre La misma noche en que la ju- dería se hablaba de la misterio. sa pequeña, en el palacio del conde Mario se desarrollaba una escena lúgubre. El aristócrata, con la cabeza fajada con anchas vendas blan- cas q' daban todavía más crucl expresión a su rotsro, de una es pantosa palidez, seguido de Pau la, cuya semblante había vuel. to a tomar es aspecto frío e im- pascible que la caracterizaba, descendían las gradas de una es calera de caracol, que conducía a las bodegas del palacio, trans portando en brazos el cuerpo inanimado de Renata, envuelto len un largo hábito blanco. Ni el conde ni el aya habla- ban. La escalera parecía intermina ble, pero, al fin sus pies encon traron un terreno llano. —Hemos llegado— dijo breve mente Paula. —Enciende la linterna; aqui no tengo necesidad de tu ayuda para transportarla, — exclamó el conde con voz gruñona. Levantó en paso a su hija en- tre sus brazos y siguió a Paula, ¡que, encendida la linterna, a- vanzó hacia un largo corredor, donde a los veinte pasos se de- tuvo frente a una puerta baja y sólida, en cuya cerradura intro dujo una gruesa llave. 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